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4. Amando(a)Te

16:03 Gema 0 Comments Category :

"Es tan corto el amor y tan largo el olvido." Pablo Neruda.
Sentía la lluvia chocar contra las ventanas, colándose algo de frío tras las maderas antiguas.
Sostenía una taza de chocolate caliente. Chocolate caliente... Es curioso como de pequeños nos invade la alegría cuando nuestra madre nos prepara una taza, como si en la vida no hubiese nada mejor como un chocolate calentito. Luego, de mayores, es la tristeza la que nos hace recurrir a él; como si la nostalgia nos pudiese acercar un poco de alegría para borrar el gris a los días.

Suspiré fuerte. Intenté echar junto al aire los recuerdos; los momentos vividos con T. Sí, le llamaremos T.
La memoria, sin embargo, no se hila junto al aire que respiramos; se hila a nuestra piel. Se cose a cada recoveco de nuestro cuerpo. Por eso sólo podemos llevar las cicatrices que caben en nuestro lienzo. Cargamos con ellas; porque aunque cierren, están ahí.
Unas, con el tiempo, se harán pequeñas hasta casi desaparecer pero, no nos engañemos; es un casi. Y casi no es un todo. Eso me pasaba con T.

Le conocí de casualidad. Entró en mi vida como entran las mejores personas: llenándome las pestañas de confeti, los ojos de brillo y las mejillas de color.
Nunca había creído en el amor a primera visa: "Mentiras de poeta", decía para mis adentros. Como si ellos lo hubiesen inventado para hacer sus versos más alejados de la realidad.
Pero T... T me enseñó a creer. Me enamoró con su vida de estudiante de cine; con sus inicios en dicho mundo grabando a bandas de garaje. Me contaba sus proyectos, sus ideas, y yo compartía con él mi sueño de dedicarme a la hostelería y abrir un día mi propio restaurante.
Recuerdo que el primer día que quedamos a solas, nos devoramos los labios mientras hacíamos tiempo esperando mi tren. En aquel parque, frente a la estación, el tiempo pareció haber ganado impulso, sin favorecernos. Perdí el tren y me gané sus labios.

La siguiente vez que quedamos no teníamos plan. No había destino. Recorrimos las calles de Barcelona durante la noche, tras unos mojitos, besándonos en cada semáforo en rojo, enroscando nuestras lenguas estando en verde y riéndonos mientras volvía a estar en rojo; sin separarnos, apurando los segundos hasta el siguiente verte.
Jugábamos a intentar abrir portales. "No vamos a dar con ninguno abierto", le dije. ¿Quién deja abierta la puerta de un edificio? Podría entrar cualquiera, ¿no?
"Una más, si no se abre ésta, nos volvemos", dijo.
Maldita la suerte. Bendito el Karma. El siguiente portal tenía la puerta mal cerrada. Y entramos.
Escalamos esas escaleras de caracol, sigilosos, mientras nuestras risas se escapaban haciendo eco en los rellanos de cada planta.
Nos besamos en el ático, temerosos de ser descubiertos, excitados por ésta misma idea.
Y me dejé querer. Le di mi querer.

Supe, mientras ahogaba los gemidos en nuestros besos, que estaba enamorada.
Mientras mis dedos recorrían deprisa su espalda, aferrándose a sus nalgas, supe que estaba enamorada como para saber, en ese tiempo, que era capaz de desear pasar mis días a su lado. Y mientras mi boca no podía cerrarse, entreabierta, jadeando, no pensé durante cuánto le querría. Era irrelevante. Sólo quería sonreír a la vida de su mano. Me enamoré de sus sueños, su labia y su mirada.

Pasaron los días. Pasó la vida, como siempre pasa. Y a veces las cosas no tienen que ser. E historias mal cerradas reaparecen. Eso sucedió. Que complicado es cuando alguien vuelve a tu vida y nunca le has dejado de querer, ¿verdad?

Hay gente que entran en tu vida como un huracán, arrasando con todo lo que hay por delante. Se marchan igual que entraron y, al tiempo, se crecen y reaparecen de nuevo.
Y por algún motivo, somos adictos a dicho desastre. Quizás por ese desorden que instauran, por esa sacudida que le dan a nuestra vida.

Todo fue intenso y, así mismo, rápido. Fugaz.

Dejé la taza de chocolate en la mesa y me incorporé. Me puse de pie justo cuando P entreabría la puerta, dispuesta a hacer uso de su descanso.

"No hay mucha faena hoy", dijo. Asentí, sonriente, y ella me tomó el relevo preparándose un café. Salió del restaurante y yo me quedé observando los posos del chocolate en mi taza.

Hacía años que no sabía de T.
En ese tiempo había logrado trazar el camino hasta alcanzar algunos de mis sueños. Algunos, porque uno nunca deja de soñar. Pero los que a él le conté, todos, estaban abordados.
Tenía mi propio restaurante en una callejuela saliente a Las Ramblas. Era un rincón escondido, con encanto. Tenía su propio aroma.
Yo servía mi alma en cada plato y había conseguido un par de compañeros fieles que la llevaban a la mesa, con una sonrisa de oreja a oreja.

Pero aquel día llovía. Llovía fuerte. No había ningún cliente; se había acabado el servicio de medio día y la tarde se presentaba aburrida. Entonces se abrió la puerta y él entró.
Iba solo y se sentó en una mesa junto al ventanal. Sacó un libro y empezó a leer. A los minutos me acerqué.
"¿Qué va a tomar?", dije. Se quedó mirándome durante unos segundos. Sólo unos segundos pero los justos para sentir que el mundo se detenía. Pude casi percibir la tierra frenarse, dejando de girar sobre si misma entorno al sol, para que nosotros tuviésemos tiempo. Ese que no tuvimos antes.
"Un capuchino, por favor. Con leche templada y...". "Y canela espolvoreada".
Acabé la frase y sonrió. Incline la cabeza y me fui a la barra a prepararlo.

Cuando se lo dejé en la mesa me cogió de la muñeca antes de poder retirarme.

"Siéntate conmigo". Le miré. Miré su mano y mis labios no reaccionaron; por ellos lo hizo mi cuerpo.

"Otra vez no", pensé.

Habló. Hablé. Hablamos.
Nos contamos la vida. Nos contamos el tiempo.
Cómo había llegado a mi restaurante. Cómo me había buscado. Cómo se había arrepentido. Cómo no me había olvidado.
Le conté. Intenté inventarme una vida pero, a los segundos, reconocí mi mentira y me vestí la verdad.
Yo tampoco le había olvidado.

Se hizo la hora de cerrar. P se fue y nos quedamos T y yo.
Recorrimos las calles de Barcelona dándonos besos en cada semáforo rojo, alargándolos hasta el verde, riéndonos durante el rojo y apurando hasta el siguiente verde. Pasábamos corriendo por las lineas blancas de los pasos de cebra, evitando el asfalto.
Esta vez se abrió el portal: teníamos la llave. Trajo la guerra a mi cama, tomándose todo el tiempo del mundo para deleitarse en los recovecos de mi cuerpo. Todo el tiempo del mundo. Tanto que inunda mis mañanas con olor a café y canela.
"Otra vez", le ruego ahora al tiempo.
Que pase la vida, como pasa siempre, pero esta vez, de su mano. De la mano de T.

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